Será porque tres de mis más queridos amigos se han enfrentado
inesperadamente estas Navidades a enfermedades gravísimas. O porque, por suerte
para mí, mi compañero es un hombre que no posee nada material pero tiene el
corazón y la cabeza más sanos que he conocido y cada día aprendo de él algo
valioso. O tal vez porque, a estas alturas de mi existencia, he vivido ya las
suficientes horas buenas y horas malas como para empezar a colocar las cosas en
su sitio. Será, quizá, porque algún bendito ángel de la sabiduría ha pasado por
aquí cerca y ha dejado llegar una bocanada de su aliento hasta mí. El caso es
que tengo la sensación –al menos la sensación– de que empiezo a entender un
poco de qué va esto llamado vida.
Casi nada de lo que creemos que es importante me lo parece. Ni el éxito, ni el poder, ni el dinero, más allá de lo imprescindible para vivir con dignidad. Paso de las coronas de laureles y de los halagos sucios. Igual que paso del fango de la envidia, de la maledicencia y el juicio ajeno. Aparto a los quejumbrosos y malhumorados, a los egoístas y ambiciosos que aspiran a reposar en tumbas llenas de honores y cuentas bancarias, sobre las que nadie derramará una sola lágrima en la que quepa una partícula minúscula de pena verdadera. Detesto los coches de lujo que ensucian el mundo, los abrigos de pieles arrancadas de un cuerpo tibio y palpitante, las joyas fabricadas sobre las penalidades de hombres esclavos que padecen en las minas de esmeraldas y de oro a cambio de un pedazo de pan.
Rechazo el cinismo de una sociedad que sólo piensa en su propio bienestar y se desentiende del
malestar de los otros, a base del cual construye su derroche. Y a los malditos
indiferentes que nunca se meten en líos. Señalo con el dedo a los hipócritas
que depositan una moneda en las huchas de las misiones pero no comparten la
mesa con un inmigrante. A los que te aplauden cuando eres reina y te abandonan
cuando te salen pústulas. A los que creen que sólo es importante tener y
exhibir en lugar de sentir, pensar y ser.
Y ahora, ahora, en este momento de mi vida, no quiero casi nada. Tan sólo la ternura
de mi amor y la gloriosa compañía de mis amigos. Unas cuantas carcajadas y unas
palabras de cariño antes de irme a la cama. El recuerdo dulce de mis muertos.
Un par de árboles al otro lado de los cristales y un pedazo de cielo al que se
asomen la luz y la noche. El mejor verso del mundo y la más hermosa de las
músicas. Por lo demás, podría comer patatas cocidas y dormir en el suelo
mientras mi conciencia esté tranquila.
También quiero, eso sí, mantener la libertad y el espíritu crítico por los
que pago con gusto todo el precio que haya que pagar. Quiero toda la
serenidad para sobrellevar el dolor y toda la alegría para disfrutar de lo
bueno. Un instante de belleza a diario. Echar desesperadamente de menos a los que
tengan que irse porque tuve la suerte de haberlos tenido a mi lado. No estar
jamás de vuelta de nada. Seguir llorando cada vez que algo lo merezca, pero no quejarme de
ninguna tontería. No convertirme nunca, nunca, en una mujer amargada, pase lo
que pase. Y que el día en que me
toque esfumarme, un puñadito de personas piensen que valió la pena que yo
anduviera un rato por aquí. Sólo quiero eso. Casi nada o todo.
2 comentarios:
Una reflexión muy sincera y cierta, que quizá compartan una gran parte de los que estamos en el atardecer de la vida. No sé si viene al caso, pero me ha venido a la memoria aquella cita bíblica que dice: ¿De que te sirve ganar el mundo si has perdido tu alma?
Buenos días, Manulondra.
Es lo mismo que pensé yo, que igual son las sensaciones que tenemos los que ya llevamos unos añitos echados a la espalda.
Un beso muy grande
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